11 ene 2014

FUI MONJA

Yo fui monja.
Estuve en un convento durante un tiempo, haciendo huesos de santo y magdalenas con anís.
Me levantaba muy temprano y rezaba todo lo que había que rezar.

Confesaba mis pecados, pecados de monja, terribles pecados, pensamientos muy impuros, luchas tremendas con el alma y el cuerpo, este cuerpo intacto, puro como un manantial, leve y a punto de explotar estrógenos.

Me confesaba con el párroco Manuel, un anciano que se dormía mientras escuchaba mis insípidos pecados de monja.

Hasta que cambiaron de sacerdote. Trajeron a Juan, a Juan de Crol, un cura nuevo, con oídos nuevos, con una mente limpia que no recordaba nada, que borraba todo lo que se iba grabando y que posaba su mano para calmar al mundo, esa fiera hambrienta de pecado.

Las monjas mayores desconfiaban de su aspecto, de su manera de confesar; fuera del confesionario, en las escaleras del altar, en el banco del parque, al lado del pequeño lago.

Me cogió la mano y la llevó a su crucifijo, siempre sufriendo por nosotros.

Y empecé a confesarle pecados cada vez más grandes y condenatorios.

Pero él  entendía, y absolvía y me devolvía la paz.

Me hablaba de una liberación a través de la palabra, de una naturaleza cambiante y justa, de que toda imperfección era un símbolo de singularidad  y valor. Juan, el sacerdote que no llevaba sotana.

¡Ha llegado el padre Juan! decían por el pasillo de la cocina. Y yo hundía mis dedos en la masa, en la harina y elaboraba las más caprichosas y dulces formas del amor. Lloraba y enriquecía la levadura. 

Tenía pensamientos confusos, como un río de pecado arrastrando las maderas de las iglesias, los retablos, los púlpitos. Caían los ángeles de sus cúpulas y se desprendían grandes trozos de cornisa del coro.

Hacíamos fila y paseábamos con él. A veces hacíamos pecado fórum, en un círculo, denudábamos nuestra alma y descargábamos el peso de la existencia, cautiva y ardiente.

Un día no vino más. Se lo llevaron para realizar un curso de readoctrinamiento, en Roma. Apenas podíamos comer, paseábamos por los lugares donde fuimos felices, al menos una vez a la semana, una vez en la vida.

Las monjas mayores sonreían y nos decían que ellas ya habían pasado por eso.


Me fui en su busca. No volveré.

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